28 septiembre 2009

50 años de rock español



EL PAÍS SEMANAL recoge esta semana un especial de Diego A. Manrique que analiza los 50 años de rock en España. Aunque es incomprensible la ausencia (¿edición o censura?) en el mismo de grupos relevantes como Los Suaves, Barricada , Platero y Tú, Héroes del Silencio, Extremoduro... (al menos cita a Leño y Rosendo como padre del rock urbano), no deja de ser un documento interesante. El artículo explica entre otras cosas, las dificultades que tuvo la música rock en la época de Franco, solo accesible para las clases pudientes, la falta de empatía de los grupos más guitarreros con las discográficas y una realidad muy actual: la ausencia de rock en su vertiente más dura en los medios de comunicación.

Reportaje de DIEGO A. MANRIQUE



"Felicidades, Rock", EL PAÍS SEMANAL
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Debemos confesarlo: nadie sabe exactamente cuándo se cumplen los 50 años del rock español. Se suele tomar como punto de partida el 9 de septiembre de 1959, cuando Odeón edita el primer disco del Dúo Dinámico. Más nebulosa es la fecha de salida del estreno de otra banda barcelonesa, Los Pájaros Locos, supuestamente anterior al de Manolo y Ramón. Sí se puede afirmar que a finales de 1958 y principios de 1959 ya había conjuntos en activo, sonando en emisoras de radio y en locales estudiantiles: en Madrid destacaban Los Estudiantes y Los Pekenikes; en Valencia, Los Milos.

Todos estaban marcados por la eclosión del rock and roll, aunque algunos conocían más a los epígonos italianos o franceses que a los pioneros estadounidenses. Se desenvolvían en la España franquista, con todas sus carencias. Así, el Dúo Dinámico podía tener afinidad por los Everly Brothers, pero su sello les hacía grabar con orquestas de música ligera, expertas en swing con sabor mediterráneo. De todos modos, ellos aportaban un decisivo elemento generacional: eran canciones hechas por y para jóvenes.

Tocar 'rock and roll' pertenecía a la categoría de las heroicidades. Inicialmente, ni pensar en profesionalizarse; no había instrumentos ni discos ni información. De ahí que muchos de aquellos loquitos pertenecieran a sectores acomodados, con posibilidades de viajar, incluyendo a hijos de militares, diplomáticos y empresarios. Sus apellidos no les garantizaban comprensión: Los Estudiantes fueron contratados en Palma de Mallorca, donde un indignado comisario amenazó con encarcelarlos si insistían en sus ritmos frenéticos.

Pero el viento hinchaba las velas de aquel incipiente movimiento. El franquismo autárquico cedía paso a un régimen superficialmente más abierto, que alentaba el turismo y se veía obligado a tolerar ciertas "modas extranjeras". Lo que era inicialmente hobby de niños bien se convirtió en fenómeno interclasista, inspirador de miles de conjuntos en todo el país. Con las fuerzas vivas en contra: resulta instructivo repasar la reedición de una revista de la época, Fonorama, donde se detallan las penalidades para conseguir el carné del sindicato vertical que permitía actuar en salas de fiesta; allí se daba credibilidad a los rumores de manos negras que pretendían liquidar todo el contingente de las guitarras eléctricas. No debe extrañar que algunos grupos españoles emigraran: los barceloneses Salvajes se forjaron en el circuito alemán; Los Canarios se fueron a Estados Unidos y volvieron, con Teddy Bautista al frente, como apóstoles del soul.

Sin embargo, a finales de 1964 se alcanzaba la masa crítica, con la aparición de Los Brincos, primer grupo con (espléndido) repertorio propio, por no hablar de su imagen esforzadamente castiza. Impulsados por el cegador ejemplo de The Beatles, los conjuntos nacionales adquirían velocidad de crucero. En 1966, desde España se lanzaba a Los Bravos, que triunfaron en medio mundo con el arrollador Black is black. Miguel Ríos repetiría la hazaña en 1970, convirtiendo a Beethoven en un adalid del flower power con su Himno a la alegría.

Con semejante ímpetu, asombra que el movimiento de los conjuntos desapareciera y/o se vulgarizara a finales de los sesenta. Se había alcanzado el tope de lo posible: el rock español no pudo adaptarse al ritmo marcado desde el exterior, con la psicodelia y la contracultura. Con los sustos de 1968 todavía frescos en el recuerdo, las autoridades pusieron el freno: hubo temporadas en las que se prohibió que aparecieran músicos pelilargos en TVE. El almirante Carrero Blanco sospechaba que constituían una amenaza para la virilidad de la raza.

Además, las grandes discográficas no simpatizaban con los guitarreros: durante los sesenta, muchas se mostraron reticentes a que los conjuntos españoles grabaran composiciones originales, prefiriendo que tradujeran éxitos foráneos. Obviamente, se negaron a que desarrollaran sus ideas más o menos underground tras la revolución estética de 1967. Habían sido brevemente desbordadas por la demanda juvenil, pero volvieron a instaurar el modelo piramidal de negocio, al descubrir otros filones, como los grupos livianos, tipo Los Diablos y Fórmula V, que no le hacían ascos a las canciones de verano. Sobre todo, potenciaron a los baladistas, que en muchos casos -¡pecados de juventud!- venían del mundillo de los conjuntos.

Cabe imaginar que el eclipse también fue responsabilidad de los propios músicos, que exhibían lagunas ideológicas y literarias. A diferencia de las luminarias del rock argentino, no establecieron una estética propia o una conexión profunda con su público potencial. Dejaron a los cantautores el cuidado de las letras y la definición del momento, renunciando a profundizar en su impacto emocional y social.

Esa falta de conciencia colectiva sería una de las características del rock español. Se manifiesta en el desconocimiento del legado histórico e, incluso, en cierta voluntad suicida. Cada edad de oro parece ser seguida por una etapa de ensimismamiento estéril. De la misma manera que el movimiento progresivo renegó de los conjuntos, el esplendor de la movida desembocó en el negacionismo indie de los noventa: una vez que se cuenta con un público masivo, parece necesario espantarlo con actitudes arrogantes, letras en inglés y seguidismo de oscuras tendencias anglosajonas.

Un aviso: conviene no confundir el todo con sus manifestaciones más visibles. El rock español es bestia de muchas cabezas, que frecuentemente suelen pasar inadvertidas. En la segunda mitad de los setenta, cuando ya se había apagado la lucecita de El Pardo, florecieron movimientos regionales como el rock layetano, impulsado desde el Zeleste barcelonés, o el rock andaluz, ambos obedientes a la voluntad de hacer rock con raíces. Pero esa misma época vio el bronco despegue del llamado rock urbano, que encabezaba Leño. Aunque nunca haya sido un superventas, los patrones expresivos de Rosendo Mercado han nutrido centenares de propuestas.

Existen poderosos movimientos musicales que rara vez han salido de la clandestinidad: el heavy metal es el paradigma. Comprensiblemente, sus practicantes se quejan del ninguneo mediático y enarbolan la bandera de "el rock es cultura". Algunos cruzan la línea y piden ayudas públicas, aunque ahí entramos en terreno pantanoso: el rock català, altamente subvencionado, no se quita el estigma de música para consumo interno.

Con esa y alguna otra excepción, el rock español sobrevive sin apoyos institucionales. No tiene historia oficial ni museos; apenas hay placas que recuerden a sus gigantes. Se desarrolla fuera de los focos: puede que muchas de las caras de nuestro reportaje fotográfico les resulten desconocidas, algo comprensible dado que -con la excepción de La 2- el rock está vetado en las televisiones nacionales.

¿Les suena fuerte lo de veto? Pensemos en la paradoja de Pilar Rubio. La reportera de Sé lo que hicisteis puede ser la cara más vendedora de la pequeña pantalla, pero allí jamás verán, por méritos propios, a su novio, José Molly, vocalista de Hamlet, robusto grupo con casi 20 años de actividad. De alguna manera, el movimiento del rock español ha vuelto a 1959: creación contracorriente, testimonio de modernidad, rebelión secreta.

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